Era el domingo 28 de junio del año 1914. A las diez de la mañana, un anónimo entre la multitud arrojó una bomba al interior del coche, pero la explosión no hirió a los archiduques, sino a un escolta y varios militares del sequito imperial. Sin embargo, prosiguieron su desfile hacia el banquete, con tan mala fortuna que el conductor se equivocó de calle yendo a parar a un callejón sin salida. Hasta allí les siguió el anarquista serbio Cavrilo Princip, que ante la ausencia de escoltas, mató a los archiduques.

Al mes del atentado, el general Oskar Potiorek, encargado del palacio de Sarajevo donde se había guardado la limusina tras el atentado, consiguió comprar ese coche que le había causado una poderosa atracción desde que lo viera por primera vez. El destino de Potiorek cambió en cuanto lo adquirió. Un par de semanas después fue derrotado y herido en la batalla de Valievo, fracaso que le costó su destitución fulminante. Apartado de la guerra y desacreditado en el ejército, volvió a Viena dónde murió en 1933.

El siguiente propietarior del coche fue un oficial del Estado Mayor. Una semana después de tenerlo, mientras lo conducía tranquilamente, un campesino cruzó la carretera sin mirar y al intentar esquivarlo se estrelló contra una tapia. El conductor murió en el acto, pese a que el Gräf und Stift no sufrió daños. Tras la guerra lo compró el gobernador de Yugoslavia. En cuatro meses sufrió varios accidentes hasta que al perder un brazo en el último terminó deshaciéndose de él apresuradamente, por una fracción de su precio de mercado. Un tal doctor Skirs fue "el beneficiario" de tan increíble chollo. Pero el médico tuvo el coche durante menos de seis meses, falleciendo al volcar la limusina diabólica, que una vez más tampoco sufrió daños.

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Un joyero llamado Simon Mantharides adquirió el coche como pieza de colección. Debió ser por eso por lo que el joyero no murió de accidente, sino que terminó suicidándose tres meses después de tenerlo en casa, sin que nadie supiera que le llevó a ello. La viuda, advertida ya de la leyenda negra, no tardó en deshacerse de él, vendiéndoselo a un médico también coleccionista. De repente, comenzó a perder pacientes y a tener problemas económicos, así que antes de que la cosa fuera a peor se lo vendió a un aficionado suizo. Este conocía la leyenda, pero no era supersticioso y de hecho quería probar que el automóvil no tenía la culpa, si no el azar. Desgraciadamente no vivió para demostrarlo. Se estrelló contra un muro. El coche, sin embargo, sólo sufrió rasponazos en la carrocería.

Un coleccionista de Sarajevo fue su siguiente propietario. Un día, en mitad de un camino, el coche se detuvo. Un campesino se ofreció para remolcarle hasta un taller con su carro de bueyes, pero inexplicablemente el coche se puso en funcionamiento cuando lo arrastraban atropellando al carro y las bestias, para acabar cayendo por un terraplen, muriendo su dueño a consecuencia de las heridas.

Tras esta nueva tragedia, Tiber Hirshfield, propietario de una casa de coches de alquiler, lo reparó para usarlo en su negocio. Lo puso a punto y lo cambió de color, pintándolo de azul. Al principio todo parecía ir bien, como si el color hubiera ahuyentado el gafe, pero llevando a seis personas a una boda, chocó con otro automóvil que venía en dirección contraria. Cuatro de los ocupantes fallecieron en el siniestro, entre ellos el propio Hirshfield.

Finalmente el gobierno austriaco lo adquirió para exhibirlo en un museo, devolviéndole el color original que lucía cuando se perpetró el magnicidio de 1914. Sin embargo la leyenda negra de esta limusina siguió su tétrico camino. El museo fue intensamente bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial, quedando reducido a escombros humeantes, y entre los escasos fondos que se pudieron salvar estaba el Gräf und Stift Double Phaeton, por supuesto. Un detalle que abunda en la leyenda de este automóvil es su matrícula, que coincide con la fecha en la que se firmó el armisticio de la I Guerra Mundial.

Hoy en día todavía está expuesto en la capital austriaca… aunque no invitamos a nadie a acercarse a él. Quien quiera, que lo haga bajo su propia responsabilidad.

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