Quienes han estudiado el caso de estas “leyendas urbanas” –o quizá no- coinciden en señalar que este tipo de apariciones espectrales son adaptaciones modernas de leyendas que circulaban ya en la Edad Media, en las que sucesos similares acontecían a jinetes y viajeros en determinadas rutas peligrosas.

La chica de la curva
La leyenda corre de boca en boca y parece haber sucedido a muchos conductores. Una joven pálida y con un largo vestido blanco espera en la cuneta haciendo autostop a altas horas de la noche. Cuando sube al coche parece distante, habla en voz baja y pide que la acerquen a algún pueblo cercano.

Nada más reanudar la marcha, comienza a invadir el vehículo un frío intenso. Ni siquiera poniendo la calefacción al máximo el conductor consigue evitar esa sensación. La chica no habla. Contesta a las preguntas del chofer con monosílabos. De pronto se altera, parece presa de cierto nerviosismo, y señalando al frente dice “esa es la curva en la que me maté”. A continuación desaparece sin dejar rastro.

Quienes sienten la curiosidad de indagar tras el terrorífico encuentro suelen descubrir que hay una historia real de algún fatal accidente sucedido en ese punto no mucho tiempo atrás.

Una madre pidiendo socorro
Sucedió a una pareja que viajaba en una noche de mal tiempo, en medio de la lluvia y una densa niebla. A lo lejos, al final de una recta, divisaron algo. En medio de la calzada, empapada y agitando los brazos, había una mujer. El conductor redujo la marcha y, según se acercaban, vieron que estaba ensangrentada y que su rostro reflejaba una terrible angustia. Cuando todavía no habían podido parar del todo, la mujer se abalanzó sobre el coche golpeando los cristales y gritando socorro.

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Se detuvieron por completo y el hombre bajó su ventanilla.
- “¿Qué ha pasado?" Preguntó.
Entre sollozos, la mujer respondió.
- “No vi la curva y me salí de la carretera. Mi hijo está en el coche, no puedo sacarle. ¡Sálvenle, por favor!”
El hombre salió del coche y, tras unas ramas rotas, los faros alumbraban un árbol astillado, trozos de parachoques y un coche que había ido a parar a un arroyo. Más de medio vehículo estaba ya bajo el agua y la corriente amenazaba con arrastrarlo en poco tiempo.
Un niño lloraba en su interior. Sin pensárselo dos veces, el hombre se dejó caer, deslizándose por la resbaladiza cuneta y aterrizando contra el coche accidentado. Abrió la puerta y con medio cuerpo metido en el agua consiguió desató al niño, que gritaba histéricamente aprisionado en su sillita.

Sujetándolo con un brazo, se ayudó de las ramas para alcanzar de nuevo la carretera.
Su mujer esperaba arriba y le ayudó a trepar por el último tramo de la embarrada ladera. Miraba a su alrededor, intentado encontrar algo en la noche iluminada por los faros.
- “¿Dónde está la madre?” preguntó.
El hombre ni siquiera se volvió. Sentó al niño en el coche y le dijo a su mujer que subiera, rápido.
- “¿Y su madre?” preguntó de nuevo la mujer mientras intentaba tranquilizar al pequeño.
- “Estaba dentro del coche, ahogada”. Respondió el marido.

El autoestopista impertinente
La noche del 20 de noviembre de 1982, un viajante de comercio se dirigía a casa cuando vio a un hombre haciendo “dedo” en la cuneta. Tendría unos treinta y cinco años, era calvo y vestía camisa gris y pantalón vaquero. Pensó en parar, pero finalmente siguió su camino. Sin embargo, unos 500 metros más adelante se detuvo ante un semáforo en rojo y, de repente, el motor del coche se caló. Mientras trataba de ponerlo de nuevo en marcha, no se dio cuenta de que el autostopista había abierto la puerta del pasajero y se sentaba a su lado.
- "Me llamo Roberto" -Dijo el impertinente pasajero al sorprendido viajante- "¿Sería tan amable de acercarme a casa, por favor?, vivo en la urbanización que hay a cinco kilómetros de aquí y hace casi dos meses que no veo a mi mujer Esperanza, ni a mi hijo".
En un primer momento el conductor se negó, aduciendo que tenía mucha prisa y le estaban esperando; pero el desconocido insistía y, a regañadientes, aceptó acercarle hasta un restaurante a pie de carretera, desde el que podría llegar a su casa andando. El conductor volvió a tratar de poner el coche en marcha y éste por fin arrancó.

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En el curso del breve viaje el inesperado pasajero le advirtió que condujese con cuidado y que no bebiese. También le pidió que rezase por él. Cuando llegaron al aparcamiento del restaurante, el conductor se detuvo aliviado. Unos transeúntes que también acaban de aparcar observaron que el hombre hablaba animadamente, al parecer consigo mismo, y le preguntaron si necesitaba ayuda.

-"No" -respondió - "pero este caballero se ha subido en mi coche e insiste en que le lleve a casa".
Se volvió a su derecha señalando al pasajero; pero no había nadie. Salió del coche precipitadamente, se sentó en las escaleras del restaurante y, temblando, comenzó a llorar balbuceando entre dientes. Los espectadores de la extraña escena llamaron al teléfono de emergencias mientras trataban de tranquilizarle en pleno ataque de ansiedad y una ambulancia le llevó al hospital, donde relató su historia a las enfermeras que le atendieron y a la policía.

Entre escépticos e intrigados, los agentes se dirigieron a la urbanización próxima y llamaron a la puerta de la casa que el conductor dijo que le había indicado Roberto. Abrió una mujer con un niño en brazos. Se llamaba Esperanza y era la viuda de Roberto Valentín.

Su marido, que era bastante calvo, llevaba camisa gris y vaqueros el 6 de octubre de 1982, el día en que murió en un accidente de automóvil en el lugar exacto de la carretera donde el viajante le había visto por primera vez, seis semanas más tarde.

Misterios sobre ruedas

Previo GP de España F1 2013 - equipo Williams