A principios de 1978 los dirigentes de la empresa cervecera Labatt anunciaron que el siguiente Gran Premio de Canadá a disputarse iba a ser en Montreal. Y es que pocos meses antes muchos pilotos habían marchado de Mosport enojados por los retrógrados dispositivos de seguridad de que gozaba el trazado. Finalmente, a pesar de los esfuerzos de los promotores ‘torontonians’, las modificaciones pedidas no fueron concedidas por falta de apoyo de la Administración. El GP de Canadá, por consiguiente, pasaba a manos ‘québécoises’.

Jean D. Legault, representante de la casa Labatt, comunicó en persona la nueva a Elizabeth II: “Estamos orgullosos de anunciarle que el próximo GP Labatt de Canadá será en Montreal. Nos comprometemos a sufragar los costes de la construcción del nuevo circuito”, vino a decirle. Legault, sin embargo, en ningún instante precisó el lugar donde se emplazaría el evento... y es que aún no tenían ni idea. Las fechas ‘de entrega’, no obstante, no presentaban duda: en septiembre todo estaría listo.

Los Juegos Olímpicos de 1976 aún dejaban huella durante esos días en Montreal, y es que muchos eran los que se lamentaban del déficit que había dejado en la ciudad. A raíz de esto la organización se vio forzada a recalcar que los contribuyentes no tendrían nada a pagar.

Los responsables del Gran Premio rápidamente fueron moviendo hilos. Es por ello que se les vio a principios de temporada tanto en Long Beach como en Mónaco; en el Principado, precisamente, a bordo de un yate, dieron a conocer el proyecto presentando los planos del nuevo circuito a la Fédération International du Sport Automobile (FISA) y a los periodistas.

Varios eran los lugares que se barajaron desde un principio para ubicar la carrera. Finalmente, tras varias reuniones con el alcalde Jean Drapeau, la organización optó por ‘Nôtre-Dame’, una isla artificial creada para la Exposición Universal de Montreal de 1967 y desocupada desde entonces (lamentablemente aún sigue vigente esta política de construir grandes infraestructuras –a usar temporalmente durante un evento internacional– que luego se revelan como una ‘inutilidad’ con mayúsculas).

A modo de anécdota cabe reseñar que éste de 1978 no iba a ser el primer GP de Canadá disputado sobre suelo del Québec: en un par de ocasiones se había desarrollado en el circuito de Mont-Trémblant–en Saint Jovite, entre Montreal y la ciudad de Québec–. El resto de competencias habían sido monopolio del trazado ‘ontarian’ de Mosport –el primer GP nacional (a pesar de lo que digan muchas fuentes cuya visión se limita a la Fórmula 1) fecha de 1961 y fue ganado por el estadounidense Peter Ryan a lomos de un Lotus 19–.

La principal causa del repentino interés automovilístico de la región del Québec tenía (tiene) nombre y apellidos: Joseph Gilles Henri Villeneuve. Éste, tras conocer la noticia del traslado de la carrera a tierras ‘más cercanas’, fue cauto: “no quiero saber nada sobre entresijos políticos. Mientras haya un Gran Premio en Canadá, estaré contento pues no quiero que desaparezca. Y si es en Montreal, ¡mucho mejor!”.

Desde que se anunció la carrera en Montreal, Villeneuve fue hostigado constantemente por algunos periodistas; de hecho los medios no especializados empezaron a seguir el mundial de F1, además de dilucidar las claves de este deporte para ‘hacer escuela’ entre los nuevos aficionados. Y es que, aunque Canadá estaba siendo visitado por el ‘Circo’ anualmente, en la provincia del Québec éste no era muy popular.

Bajo estas circunstancias millares de québécois siguieron con lupa la temporada de 1978 –sin pena ni gloria– de su paisano. Las carreras fueron pasando y, muy a su pesar, el buen quehacer del Ferrari 312T3 sólo se plasmaba en los resultados de su compañero de equipo, el ‘Lole’ Reutemann: el argentino llegaría con cuatro victorias a la última cita de la temporada en Montreal (por un único tercer lugar para el canadiense).

El 6 de septiembre, no obstante, Enzo Ferrari decidió renovar el contrato de Gilles: las esperanzas estaban puestas en él. Durante esas fechas, lamentablemente, la actualidad estaba marcada por el trágico fallecimiento de ‘Super Swede’ Peterson en Monza.

Es así como nos plantamos en octubre de 1978. La pista, en la isla de Nôtre-Dame, había sido construida con apenas tres meses de margen con un coste aproximado de 2.000.000$. Algunas voces reclamaron bautizar la nueva sede del automovilismo canadiense con el nombre “Gilles Villeneuve”. El piloto, sin embargo, se negó rotundamente argumentando que habían sido muchas las manos que habían trabajado por el traslado del GP a Montreal –las suyas no las obviaba pues también había colaborado, aunque sin poder de decisión, aconsejando en el diseño (las limitaciones del entorno no hicieron sencilla la labor)–.

El primer día del fin de semana fue muy ajetreado para Villeneuve ya que tuvo que contentar a la muchedumbre de periodistas que deseaban entrevistarle. De todos modos tuvo tiempo para darse un respiro y dar una vuelta al nuevo trazado. Sus primeras impresiones: “es un circuito exigente para la mecánica. La verdad es que hubiese preferido grandes curvas, aunque los organizadores no han tenido elección. Han realizado un excelente trabajo con el espacio de que disponían. Sin duda éste no va a ser el peor circuito de la temporada”.

El domingo 8 de octubre de 1978 entre 70 y 80.000 espectadores asistieron a la carrera. Entre ellos se encontraban Pierre Elliot Trudeau, René Lévesque y Jean Drapeau (primeros minitros de Canadá y de Québec, y alcalde de Montreal respectivamente). Algunos expilotos como Jackie Stewart, que se había mostrado entusiasmado por el nuevo ‘paraje’, también estaban allí.

El día amaneció complicado en cuanto a la meteorología se refiere. Pocas horas antes de la carrera, del cielo de Montreal cayeron copos de nieves. Éstos no hicieron acto de presencia, por suerte de los pilotos, durante el evento.

Gilles Villeneuve salía desde la segunda fila de la parrilla, instalado en la tercera posición, tras Jarier y Scheckter. Durante los entrenamientos se había visto perjudicado por los doblados; consciente de la importancia de la ‘pole’, tras los ensayos se mostró furioso por lo acontecido.

Al encenderse el semáforo verde de salida Jean-Pierre Jarier consiguió retener el liderazgo con autoridad. Tras su estela, en la primera curva, se encontraban Scheckter, Jones y Villeneuve. Acto seguido, en la quinta y sexta posición respectivamente, Stuck y Fittipaldi colisionaron por culpa del primero. Resultado: ambos protagonistas fuera de carrera, y Laffite–que venía por detrás– relegado al final del pelotón al haber tenido que sortearlos cambiando su trazada. Aún durante el giro inicial Alan Jones tuvo tiempo de aprovecharse de un error de Scheckter para situarse en segundo lugar.

Con el paso de las vueltas Jarier fue consolidando su liderato con mano de hierro.; por detrás sus rivales –poco activos hasta entonces– parecía que iban perdiendo fuelle. La verdadera lucha se estaba produciendo un poco más atrás: Watson y el –desde bastantes semanas antes– nuevo campeón del mundo Mario Andretti se enzarzaron para cosechar por la quinta plaza. Es así como, fruto de un movimiento brusco del ítalo-estadounidense, en el octavo giro el norirlandés dio por finalizada la temporada de 1978. Por su parte Andretti volvió en pista en pleno pelotón.

Problemas con uno de sus neumáticos hicieron agonizar durante varios minutos a Jones. Es por ello que Scheckter y Villeneuve pudieron superarle y el ‘Lole’ Reutemann acercársele hasta parecer una prolongación del Williams del australiano.

Llegados al primer tercio del Gran Premio Jarier encabezaba el grupo con cerca de medio minuto de ventaja con respecto al binomio perseguidor formado por Scheckter y Villeneuve. Jones y Reutemann o, mejor dicho, Reutemann y Jones –el adelantamiento había llegado– ya estaban a más de cuarenta segundos del líder.

En el giro número veinticinco Gilles Villeneuve consiguió superar a Scheckter agenciándose el hipotético segundo cajón del podio. La maniobra del avance fue precisa y nítida; el sudafricano poca oposición pudo ofrecer. La mayor parte de la afición, claro está, se levantó para aupar a su paisano.

Durante esos instantes en gran medida se estaba decidiendo el avenir del Gran Premio, ya que por detrás Alan Jones entraba a boxes para tratar de solucionar los problemas técnicos que le habían relegado de la lucha por la victoria. De nuevo en pista el australiano se encontró decimoquinto.

El segundo tercio de la carrera se caracterizó por el ritmo endiablado de Jones y Villeneuve: el primero para llegar a la zona de puntos; el segundo, para recuperar terreno respecto a Jarier. Las demostraciones de ambos pilotos pocos beneficios les otorgaron puesto que resultaron insuficientes, con la sexta plaza y el liderazgo –sus objetivos respectivamente– demasiado lejanos.

A falta de veintiuna vueltas, sin embargo, la suerte sonrió a Villeneuve. Jarier, un piloto que con el paso de las décadas es recordado por su aureola de infortunios –al más puro estilo Amon–, tomó el camino del pit-lane bajo la atónita mirada de la afición québécoise. Tras una breve inspección los mecánicos de Lotus entraron el monoplaza dentro del garaje: la temporada, también para el francés, ya era historia. Más tarde se conoció que el equipo había decidido detenerle por precaución, pues la pérdida del líquido de frenos podría acabar con Jarier contra uno de los numerosos –y aparatosos– muros de Nôtre-Dame. Es así como el ídolo local Villeneuve heredó el liderazgo. Los espectadores, todos en pie, no dejarían de animar, disfrutar y, por qué no decirlo, de sufrir durante los giros restantes.

El final del Gran Premio no presentó ningún contratiempo para los participantes. Por consiguiente, un exultante Villeneuve fue el primero en recibir el banderazo a cuadros.

Ya fuera del monoplaza, como forma de respecto a los organizadores, Gilles renunció al champagne en beneficio de la cerveza Labatt. Los festejos, largo y tendidos, fueron una clara muestra de lo que había acontecido: se trataba de la primera victoria de un canadiense en el campeonato del mundo de F1, y además en casa. Era un día histórico para el automovilismo local. Los políticos querían acercarse al protagonista para intercambiar cuatro palabras y sacarse una fotografía; los periodistas, por su parte, ansiaban por conocer sus primeras impresiones.

Mientras, en el otro lado del Atlántico, Il Commendatore se mostraba orgulloso y, sobretodo, muy confiado en vistas al futuro –recordemos que pocas semanas antes le había ligado para 1979–.

En Montreal la fiesta no tenía fin; hasta se pidió a Gilles que saliera por las calles de la ciudad para celebrar el triunfo junto a la afición. La jornada, sin embargo, también tuvo sus manchas pues algunos periodistas desencadenaron un rumor sobre una posible ‘compra’ de la victoria: según ellos, la organización y el resto de la parrilla habían pactado la victoria del ídolo local. Supongo que no se acababan de creer que la historia hubiese terminado tan y tan bien, como si de un final de película se tratara. Villeneuve, ofendido, tildó de ‘imbéciles’ a los periodistas y de ‘estupidez’ al rumor. Según sus propias palabras, “son demasiados los intereses que los constructores aquí se juegan como para ir frivolizando con posibles tramas fraudulentas”.

Tras este intenso y magnífico día, Villeneuve y el resto de pilotos terminaron la temporada de 1978. Aunque el canadiense no cuajara una gran clasificación final en el mundial, la victoria en casa borraba sobremanera las decepciones sufridas en primera persona a lo largo de las competiciones previas.

El lugar y el momento para conseguir su primer éxito fueron idóneos: fue como un sueño.