Todos los competidores partían con igual base mecánica: un motor procedente de la berlina Seat 1430 y una caja de cambios tomada del 600. El chasis y la carrocería eran libres y fueron muchos los preparadores que vistieron estos bólidos, que desde la primera carrea disputada en El Jarama gozaron de un notable éxito entre los pilotos que luchaban por hacerse un hueco a principios de los 70 en el limitado panorama de la competición automovilística en España. Este certamen, vigente durante más de una década y del que surgió una nueva categoría superior basada en el potente motor 1800, sirvió para curtir a pilotos que darían mucho que hablar, como Adrián Campos o Salvador Cañellas.

Ponerse al volante de un Fórmula 1430 no es tarea fácil. Desde luego hay que estar en forma y no ser muy grande para encajar en el estrecho y corto habitáculo. Prácticamente tumbado en él, con los brazos extendidos hasta sujetar el minúsculo volante y los pies acariciando el freno y el acelerador, no hay espacio para moverse lo más mínimo. Sinceramente me arrepentí de haber comido tanto últimamente. Para accionar la pequeña palanca de cambio situada a la derecha no me quedaba más remedio que hacer un extraño giro de muñeca, incapaz de usar el juego del hombro… ni tan siquiera el codo. Como en todos los monoplazas el cockpit se ajusta milimétricamente a la talla del piloto, y en este caso está claro que pensaron en alguien mucho más delgado y bajo que yo. No obstante, con el trasero literalmente acariciando el asfalto y las manos gobernando con firmeza la rapidísima dirección (media vuelta entre topes), pude hacerme una idea de la excelente escuela que fue este sencillo y monoplaza, sin efectos aerodinámicos (aunque a lo largo de su trayectoria en la Copa comenzaron a introducirse elementos con este fin) y muchas piezas derivadas de la gran serie para aquilatar los costes.

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