Cae la tarde en Sant’Agata Bolognese. La Emilia Romagna nos recibe con un cielo rojizo salpicado de aves, quién sabe si migratorias, que completan un paisaje de postal entre patatales y casonas rurales del XIX. Piero, el chófer que me ha recogido en el aeropuerto, me cuenta acalorado cómo fluctúa el precio de la vivienda en tiempos de crisis. El tiempo respeta y no hay previsión de lluvia según la RAI.

Mejor así. Estoy especialmente receptivo, pero es una hipersensibilidad causada por la tensión: apenas 200 metros me separan de la sede de Lamborghini, esa fábrica de mitos sobre ruedas a medio camino entre Bolonia y Modena. Su apasionada forma de trabajo, espoleada desde hace medio siglo por el afán rabioso de superar a su vecino del cavallino, fue el germen de superdeportivos.

Hoy son el gigantesco laboratorio tecnológico del grupo Audi-Volkswagen, que adquirió la marca en 1998, pero mantienen esa bravura que refulge hasta en el morlaco de su logo. Su última creación, el Lamborghini Aventador, ha nacido para demostrarlo como tope de gama, quizá incluso como el último supercar genuino que salga de la factoría italiana antes de la ‘era eléctrica’. Y yo estoy aquí para probarlo.

No hay duda, es digno heredero de mitos como el Diablo o el Countach

Como si fuese un test de F-1, dos responsables técnicos de la marca me guian por la línea de fabricación del Aventador para insistir sobre los puntos clave que luego notaremos al volante. El primero, su nuevo motor V12 aspirado de 6.5 litros, que sustituye por fin al histórico bloque que han compartido desde 1966 todos los modelos top de la marca a base de incontables evoluciones. El resultado del cambio, 700 caballos de potencia, un centro de gravedad más bajo, menor peso y un 20% de reducción en consumos y emisiones. Olé.

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Más importante aún es el salto evolutivo en el chasis, construido íntegramente en fibra de carbono y capaz de soportar esfuerzos de torsión de 35.000 Nm por grado frente a los 20.000 del Murciélago, y además con un adelgazamiento serio en la báscula.

Dos subchasis de aluminio tubular soportan el sistema de suspensión, cuyo esquema encierra la tercera gran baza del Aventador: utiliza el doble triángulo con empujadores push-rod en ambos ejes, como un monoplaza de F-1, que deja el conjunto muelle-amortiguador –unos deliciosos Öhlins regulables– al centro del subchasis y en posición horizontal, lo que precisa. La tracción integral con embrague Haldex y el cambio ISR completaban el briefing técnico, pero los ingenieros decidieron dejarlo para el día siguiente: “Al volante lo sentirás mejor”, me dijeron socarrones.

Perfección aeronáutica

Faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana cuando abrimos la puerta ‘de tijera’ del Aventador. Su sola visión causa respeto y es que, más que un toro, este Lambo parece un enorme insecto de inquebrantable caparazón. El acceso no es sencillo, pero lo preferimos al de un Lotus Elise, por ejemplo.

Todo queda a mano, las levas tienen un tamaño y tacto perfectos, la botonería se maneja como la de un Audi –de Ingolstadt proviene el sistema multimedia– y un pulsador con tapa ‘estilo caza bombardero’ despierta finalmente a la bestia. Un atronador rugido nos envuelve, cuesta controlar los nervios, pero tras escuchar los últimos consejos salimos a carretera sin problemas, y es que la caja de cambios es mucho más suave que la del de los tres que ofrece. Pero la finura se acaba a los pocos metros, con una suspensión que ‘copia’ cada bache al habitáculo y una garra en el motor que nos lleva hasta las colinas de Monteveglio en apenas unos minutos.

Sus fronteras de adherencia y tracción son tan lejanas que cuesta entender sus límites

Por entonces ya había tomado medidas a este misil de 2,03 metros de ancho y pasé el Drive Select al modo Corsa, lo cual afecta a la gestión del motor, la velocidad de cambio, la sensibilidad de la dirección y los controles de estabilidad. Un tramo de montaña cortado sólo para nosotros sirvió de pista de pruebas. ¡Gas! Desde 5.500 vueltas y hasta las 9.000, el V12 enloquece, con una entrega de par que pone en jaque a nuestros sentidos: ¿cuándo hay que frenar para la siguiente horquilla? ¿A qué endemoniada velocidad llegamos? Casi da igual, porque el paso por curva del Aventador es tan elevado que lo encaja todo con nobleza y aplomo. Eso sí, su frenada carbocerámica puede dejarte parado antes de llegar a la curva.

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Estiramos de nuevo la primera y… ¡bang! El cambio es brusquísimo, al principio es inevitable golpear el respaldo con la cabeza cada vez que pulsas una leva: sólo han pasado 50 milisegundos entre una marcha y otra, porque la caja ISR quita una relación y pone la siguiente al mismo tiempo, gracias a un circuito hidráulico de alta presión con ocho electroválvulas, una por marcha.

La precisión en las trazadas es simplemente inédita para mí, por la rigidez del chasis y un setup de suspensión que sólo sorprende cuando el morro toca suelo en algunos peraltes. De nuevo a fondo, la electrónica resuelve todos los problemas de tracción. No está sola: un autoblocante trasero y un eje delantero capaz de resistir el 60% del par total nos asisten en cada aceleración.

Eso sí, ni rastro de subviraje: entra en curva justo por donde dicta el volante y, con el 57% de peso atrás, puede amagar con un tímido coletazo a la salida, pero sólo si soltamos la caballería. Los Lambo indomables son agua pasada. Esta ganadería es aún el terror de la plaza, pero por su equilibrio y perfección…

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